Luz frente a oscuridad.
Los derechos humanos unen, los símbolos hueros dividen.
Cada 10 de diciembre se celebra el aniversario de la declaración Universal de derechos humanos, un texto que en 1948 supuso una bocanada de aire fresco para la vieja Europa que se recuperaba de uno de los periodos más ignominiosos del pasado siglo. En aquella época veíamos con estupor cómo líderes erigidos desde la nada habían construido imperios a sangre y fuego, imponiendo sus tétricas ideologías basadas en el rechazo al diferente, en discursos supremacistas, en el odio a los foráneos. En el Preámbulo de la Declaración se puede leer lo siguiente: “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias” y sigue afirmando que “los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”; pasados 70 años de esa efeméride parece, por desgracia, que hayamos olvidado tan altas proclamas.
No hace falta irse muy lejos para comprobar que, en España, seguimos teniendo una ley vergonzosa, la conocida como Ley mordaza, que permite cercenar un derecho fundamental como la libertad de expresión. Cada día nos levantamos con una nueva denuncia contra artistas, titiriteros, cómicos, cantantes que, sin entrar en la mayor o menor calidad de su producción artística, han sido vetados y juzgados por decir o cantar o escenificar algo que, según algunos, ultraja los símbolos nacionales o ataca a la unidad de España. Sin embargo, no se denuncian performances fascistas que exaltan la figura del dictador español, que loan sus torturas y sus fusilamientos y que arremeten contra los familiares de los represaliados, tachándolos de insurgentes y traidores a la patria, por solo querer para sus muertos una sepultura digna, algo tan cristiano como eso, un lugar donde poder velarlos y no una cuneta que siempre los mantendrá en el anonimato, en la invisibilidad. Es más, la Comisaria europea de derechos humanos, del Consejo de Europa, ha enviado una carta a los presidentes del Senado y del Congreso de los Diputados expresando su preocupación sobre las amenazas que supone la ley para la libertad de expresión y el derecho de reunión, no sin añadir que las expulsiones en la frontera sur pueden ser contrarias a los estándares internacionales de derechos humanos. De nuevo el Consejo de Europa nos vuelve a llamar la atención, algo que viene siendo muy habitual.
Por otro lado, en España y en el resto de Europa, nos estamos encontrando demasiado cómodos con discursos y expresiones, como las que vomitan líderes políticos en arengas basadas en el miedo de los que vienen, según ellos, a vivir de las ayudas sociales, a delinquir, a aprovecharse de nuestros recursos. Esos discursos basados en el odio al diferente, en la xenofobia y el racismo más ramplones, están triunfando como lo hicieron en su momento discursos que proclamaban la superioridad de una raza frente a otra. Y, por ello, debemos estar atentos. Nos estamos olvidando de lo que el Preámbulo de la Declaración universal de derechos humanos decía, nos olvidamos del Convenio europeo de derechos humanos, nos olvidamos de la Carta social europea, nos olvidamos de los protocolos internacionales de derechos civiles y políticos y derechos sociales; al fin y al cabo nos olvidamos de nuestra propia Constitución española, pues todos esos convenios están en nuestra Constitución, esa que a veces autoproclamados constitucionalistas sacan a pasear para justificar una sanción contra un cantante o el supuesto ultraje a España porque alguien se ha sonado la nariz con la bandera.
No necesitamos símbolos hueros, no necesitamos que nos enseñen un ejemplar de la Constitución para decirnos que fulano o mengano han atacado nuestros valores y principios. La Constitución que este año cumple 40 años es más que eso; es el texto sobre el que se intentó construir un Estado democrático de las cenizas manchadas de sangre que había dejado una dictadura que duró demasiado. Esa Constitución se ha enriquecido mediante la ratificación de otros convenios sobre derechos fundamentales que permiten que critiquemos lo que no nos gusta, que nos sonemos con una bandera, que tengamos garantías si nos juzgan, que personas que vienen a nuestro país en busca de una vida tengan los mismos derechos independientemente de su situación administrativa, que una mujer quiera tener las mismas oportunidades que un hombre sin que la tachen de feminazi. Por ello, la Constitución no contiene crispación, no contiene una fundamentación para discursos de odio al diferente, no contiene valores contrarios a la dignidad humana, no contiene una preeminencia del nacional frente al extranjero, no contiene nada de eso. Sin entrar en la necesidad de una reforma pasados esos 40 años, sí que sería deseable que cada uno de nosotros leyéramos el Título I de esa Constitución que algunos han secuestrado para su propio beneficio. Lean ese Título y fíjense especialmente en el art. 10. Estamos en un periodo crítico donde la paz social peligra, no solo en España sino también en el resto de Europa. Tras 70 años de declaración universal de derechos humanos, 40 años de la Constitución española y otros tantos de diversos convenios que también obligan a España no podemos ceder ni un ápice de espacio a la intolerancia, a la insolidaridad, a la violación de la dignidad humana pues, si lo hacemos, si nos dejamos llevar por esos discursos infundados y por la celebración de la vulneración de la libertad de expresión, entre otros derechos fundamentales, estaremos abocados a romper esa paz social a romper el estado social y democrático de derecho. Necesitamos más derechos humanos, necesitamos conocerlos y defenderlos, necesitamos una democracia militante que nos haga fuertes frente a los que quieren llevarnos por el camino del miedo, de la falta de luz de las cunetas y las rejas, de la oscuridad de la falta de derechos fundamentales, del ignominioso racismo, del esperpento de una supuesta división nacional. Los derechos humanos, su respeto y garantía, son los verdaderos símbolos de una nación democrática, no nos equivoquemos.